Si alguien me preguntase como debe ser un militante
popular y revolucionario le contestaría sin ninguna duda que el ejemplo a
seguir es el de Edgardo Salcedo, para nosotros simplemente “el gordo”.
Con él compartimos una intensa militancia y amistad desde 1972 hasta su muerte
en 1976.
Era, de nuestro grupo el de más experiencia militante,
había participado en acontecimientos resonantes como la operación Cóndor,
secuestrando y aterrizando en Malvinas un avión comercial con el grupo que
dirigiera Dardo Cabo. Fue custodio de Isabel Martinez de Perón cuando ésta vino
a Argentina, participó en algún grupo previo al nuestro, pero el gordo no
alardeaba, era un hombre simple, humilde, que tomaba la militancia como un
deber y no como un esparcimiento.
El gordo no era un violento nato como tampoco lo
éramos muchos otros que militamos en los 70, la época y las circunstancias nos
fueron llevando a participar en acciones violentas y a asumir la guerra
revolucionaria como un hecho inevitable para lograr un país y un mundo más
justo.
El gordo no era un hombre de discursos altisonantes ni
de exceso de palabras, el gordo demostró con su ejemplo de vida y con su muerte
la coherencia con la que debe comportarse un verdadero militante
revolucionario. Alguna vez le escuché decir que todo se resumía en lograr que
no hubiera gente en el mundo que pasara hambre y era cierto, tal vez ese era el
objetivo último porque el logro de esa quimera significaría que en el mundo se
había logrado la justicia. El gordo vivió, peleó y murió para eso.
Fue un militante de convicciones firmes, un laburante
que no solo intelectualizaba esas convicciones con su cerebro sino que las sentía con el
corazón.
A pesar de la época tumultuosa, de la incesante
actividad y de su corta existencia se hizo tiempo para enamorarse, casarse y
tener un hijo, una semilla que tendrá
como herencia su amor y su moral intachable. Herencia que nos dejó también a
todos los que lo sobrevivimos.